Una brisa gélida que hiela la sangre, pero que acaricia suave la piel y eriza levemente el vello; los párpados comienzan a pesar como plomo y se cierran paulatinamente; mientras, para unos ojos cansados, el horizonte se difumina, un horizonte difuso pero teñido de un celeste pálido que todo lo inunda, un celeste pálido que todo lo embriaga con su perfume de sosiego. Y esa pesadez comienza entonces a extenderse al resto del cuerpo, que se ve embargado por una amnésica y sedante laxitud, languideciendo el vigor y la tensión de los músculos, que parecen derretirse sobre el césped, cubierto de rocío, para luego evaporarse y, finalmente, fundirse y confundirse con esa armonía y paz celestes, con esa vibrante e insondable fuerza anónima que todo lo invade...